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UN ANGELITO

UN ANGELITO
Por
Carlos Ávila Pizzuto 



    Rafael y Manuela eran gente devota, amén.

     Ellos llevaban un año de casados y, cabe mencionar, nunca antes de conocerse habían tenido una relación sería. Digamos que se encontraron y como bendecidos por el cielo, cayeron en la conclusión de que eran el uno para el otro. Sí, se amaban mucho y morían de ganas de que llegara ese día, el día en que su primer hijo llegó al mundo.

    Eran las tres de la tarde de un día soleado en el que el firmamento denotaba una misteriosa profundidad que dejaba intuir un reino de gloria divina allá arriba, amén.

   Las contracciones empezaron desde la mañana y llegaron con tiempo a la sala de maternidad del hospital público de una ciudad mediana cercana a su pueblo. Todo marchaba bien, en el camino no hubo contratiempos, los árboles que construyen un túnel por sobre la carretera, sirvieron de guardianes para la pareja, bueno, para la naciente familia que viajaba ansiosa y entusiasmada a su cita con Ángel.

    Puros buenos augurios, señales todas de que las cosas iban a salir muy bien.

    Antes, los doctores dijeron algunas cosas que llamaron alarmantes, ya saben, cosas raras y distintas al amor y a la fe que tenían que ver con las medidas en el ultrasonido del cráneo, la espina y otras por el estilo. Pero si Dios es todo poderoso, nada podrá impedir que ese niño nazca sano y fuerte ¿Verdad? El padre de su parroquia les aseguró que, si ellos eran fieles a su madre iglesia, nada saldría mal con el niño, amén.

   El parto corrió sin contratiempos.

   A las cinco de la tarde de ese día, dos horas después del nacimiento, los médicos y las enfermeras no les decían nada a Rafael y a Manuela, que empezaban a sentirse ansiosos, por lo que el flamante nuevo padre salió desesperado a buscar al doctor y a su Ángel. Después de muchas vueltas por el centro de salud, fue el doctor el que lo encontró a él.

    El médico llevaba un rostro serio y que dejaba vislumbrar algo de lástima, le explicó a Rafael algo sobre alteraciones genéricas, algo sobre que estaban advertidos, sobre que quizá antes hubiera sido posible hacer algo…

     Rafael no podía entender palabras, pero podía saber que Ángel no estaba bien.

     Las semanas pasaron y los familiares y amigos visitaban a la familia fingiendo alegría de recibir a Ángel en la comunidad. Les decían a Manuela y a Rafael que Dios sólo envía seres especiales a padres especiales y que no hay coincidencias, que ese angelito era un regalo de amor de Dios. Pero todos sabían otra cosa… El otro “angelito especial” que había nacido antes en esa misma comunidad había sido humillado, abusado, golpeado por crueles niños que se divertían de oírlo chillar como un animal, había sido sucio, perverso, violento y finalmente abandonado. No había sido ningún ángel, había sido un animal malvado en un cuerpo casi humano. De hecho, Rafael y Manuela habían sido algunos de esos niños crueles y no lo olvidaban.

      Cuando las visitas se iban cuchicheando palabras de pena por la joven familia y la nueva familia se quedaba sola, las palabras brillaban por su ausencia. Rafael no podía ver a los ojos a Manuela, la culpaba de haberle dado un engendro y Manuela se escondía avergonzada de Rafael porque también se culpaba. Cuando la madre alimentaba a Ángel, sentía repugnancia y pronto dejó de producir leche. El cuerpo de Manuela no se atrevía a ocultar su rechazo. Lo mismo pasaba con el cuerpo de Rafael que aún pasada la cuarentena no respondía sexualmente ante su esposa.

   Lo cuerpos dicen lo que las bocas callan.

    Ángel tenía tres meses cuando Rafael llegó borracho a casa y golpeó con odio a Manuela hasta dejarla derrumbada. Luego, tomó sus cosas y se marchó. Nadie más supo de él en el pueblo, pero todos lo entendían y hablaban de que un hombre tiene que seguir con su vida. No lo decían en voz alta, eran más bien a murmullos en la iglesia, en las salas, en las plazas y en las cantinas. Manuela caminaba por las calles cargando a Ángel y las personas cambiaban de banqueta al encontrarla, una mujer dejada no es buena, pensaban.

    El tiempo pasaba y la distancia ente la madre, el niño y el pueblo se hacía más y más amplia. Ángel estaba delgado y Manuela cansada lo observaba respirar en su cunita sin pensar o sentir nada claro, parecía estar un poco muerta.

   Una tarde como a las tres más o menos, cuando ella le cambiaba el pañal, una imagen irrumpió en su mente. Se vio a ella misma colocando su mano sobre la boca y nariz de Ángel…

    Los días pasaban unos iguales a los otros y cada vez que daban las tres de la tarde volvía la intrusa imagen de una monstruosa madre matando a un angelito, hasta que una de esas tardes cualquiera la monstruosa madre intrusa, no solo invadió la mente de Manuela, sino todo su ser y obligó a una madre a ahogar a su hijo que sin mucha resistencia dejó de respirar, sentir y latir.

    Manuela salió llorando a berridos y cargando el cuerpo de su primer y único hijo por encima de su cabeza. Pronto se acercó alguien y comprobó que el angelito había partido.

    Nadie en el pueblo se atrevió al sospechar que la madre hubiera sida tan desnaturalizada como para cometer semejante aberración así que todos supusieron que Ángel era demasiado débil y simplemente murió. Enterraron a la criatura que, al no haber sido bautizado, no se le consideraba digna de ceremonias religiosas para su despedida.

    Manuela se encerró en su casa, las personas le llevaban comida y se la dejaban en su puerta. A veces sacaba la mano y tomaba algo de comer y se volvía a encerrar. Su recamara toda cerrada y oscurecida era como un ataúd de ella y para ella.

    El día en que Ángel hubiera cumplido su primer año, justo a las tres de la tarde, Manuela abrió por primera vez en meses la cortina y un sol ardiente y seco llenó espacios antes solo habitados por el vacío y la muerte. Una vez que los ojos de Manuela se adaptaron a la luz se atrevió a mirar hacia fuera, la calle estaba totalmente desierta y eso la inquietaba, no es normal que nadie pase por las calles pensaba. Quizá todos se habían ido y la habían dejado finalmente a morir sola. Pero pasó algo, apareció desde atrás del horizonte un niño en bicicleta, se aceraba velozmente hacia la casa de Manuela, no se podía distinguir si era un niño conocido, pero se acercaba rápido y de pronto su rostro tomó forma, la forma de la cabeza de un cerdo con los ojos desorbitados y con una manita saludaba y se alcanzaba a oír que decía algo. El corazón de Manuela quería romperle el pecho, estaba aterrada, pero tenía que oír lo que el niño cerdo gritaba. Al final pudo oírlo y al escuchar la palabra volvió a cerrar la ventana y a ocultarse en la oscuridad. Logró oír al niño decir: ¡Mami…

    Por meses Manuela logró mantener al niño cerdo lejos de su casa, manteniendo la oscuridad dentro y la luz afuera, pero una tarde justo a las tres, mientras ella hincada frente a una cruz rezaba padres nuestros en las tinieblas, sintió el aliento de una voz en su oído, una mano le tocó el hombro y oyó: ¡Mami…  Manuela gritó, se sacudió la mano y salió corriendo despavorida fuera de la casa. La luz la deslumbró y no podía ver por dónde iba. Las personas se asustaban al verla, estaba casi desnuda, sucia y gritaba desesperada. Manuela no se quería detener, debía huir y no dejarse alcanzar por el niño cerdo. Sus ojos empezaron a recuperarse y se dispuso a correr a la selva, pero justo antes de alcanzar la línea de árboles unos policías la derrumbaron y la metieron a un auto.

    - ¡Corran! -vociferaba ella desesperada- ¡nos va a alcanzar!

   -Cálmense Manuelita, no viene nadie – le responde un policía entre asustado y divertido.

   Pero no se calmó, se tapaba los ojos, se cubría los oídos, se tenía que esconder de ese niño horrendo que la llama mami.

   En el hospital la sedaron y luego la dieron de alta horas después, llena de drogas. Nadie quería cuidarla. El rumor era que estaba siendo acosada por el diablo. Era una bruja y había dado a luz a un hijo de satanás pero que como era mala madre se le murió y satanás la busca para castigarla.

   Las drogas empezaron a disiparse. Manuela estaba acostada en un rincón de una calle cubierta en orina, excremento y huevos. Unos niños la huevearon por bruja. En cuanto pudo reconocerse que estaba despierta apareció antes sus ojos un niño con cara de cerdo y le dijo: Mami… Ella se arrastraba hacia atrás por la caliente banqueta que la quemaba, huyendo torpemente del niño hasta que se encontró con una alcantarilla medio abierta y su brazo se atoró con ella, quería huir, pero no podía… el niño se acercaba más y más… Estaba atrapada.

   -¿Qué quieres de mí? – se animó a decir Manuela entre temblores…

   -Mami, ya no te preocupes, no te culpo… - Manuela dejó de intentar liberarse y se calmó. El rostro del niño se transfiguraba y su cuerpo brillaba como el de un ángel. -Él y todos te dejaron sola, tú y yo no hubiéramos podido, gracias por entenderlo y gracias por escucharlo.

    El niño desapareció y Manuela ya en paz, sin mayor dificultad liberó su mano y se levantó. Giró sobre sí misma y se dio cuenta de que las personas que la veían.

    -¡Qué se los lleve el diablo! ¡Los maldigo hipócritas, cobardes!

    Luego de gritar esas palabras se dirigió a su casa, se bañó, se vistió con ropas limpias, tomó sus ahorros guardados. Se subió al transporte, se fue brillando como un ángel y de ella no se sabe más nada.


     



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