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Ser Padres Utilizando la Comunicación No Violenta Por El Dr. Marshall b. Rosenberg


Ser Padres Utilizando la Comunicación No Violenta
Por El Dr. Marshall b. Rosenberg
Hace treinta años que enseño la Comunicación No Violenta a padres de familia. Deseo compartir con ustedes algunas de las cosas que han sido útiles, tanto para mí como para los padres de familia con los que he trabajado, así como algunas de las comprensiones intuitivas que he tenido acerca de la hermosa y desafiante tarea de ser padres.
En primer lugar, deseo llamarles la atención respecto al peligro de la palabra “niño”, si le permitimos que connote una clase de respeto distinta a la que le daríamos a una persona a la que no se le pone la etiqueta de “niño”. Déjenme explicarles a qué me refiero.

En los talleres de trabajo para padres que he realizado a través de los años, generalmente comienzo dividiendo el grupo en dos. Pongo a uno de los grupos en un salón y al otro grupo en uno diferente. A cada grupo le doy la tarea de escribir en una hoja de papel un diálogo entre ellos y otra persona en una situación conflictiva. A ambos grupos les digo cuál es el conflicto. La única diferencia es que a un grupo le digo que la otra persona es su hijo(a) y al segundo grupo le digo que la otra persona es su vecino.

Al terminar reunimos ambos grupos y leemos las diferentes hojas de papel en las que se esboza el diálogo que los grupos tendrían, en un caso con su hijo(a) y en el otro con su vecino. (Entre paréntesis, no he permitido que los dos grupos comenten entre ellos quién es la persona en su situación, así que ambos grupos piensan que la situación es la misma.)
Después de que los participantes han tenido la oportunidad de ver lo que ambos grupos han escrito, les pregunto si pueden ver una diferencia en términos del grado de respeto y compasión demostrado. Cada vez que he hecho esto, los participantes consideraron que el grupo que estaba trabajando con la situación en que la otra persona era su hijo(a) tenía menos respeto y compasión en su comunicación que el grupo que vio a la otra persona como su vecino. Esto revela de manera dolorosa a los participantes en estos grupos cuán fácil es deshumanizar a alguien con sólo pensar en él o ella como nuestro “hijo(a)”.

Un día tuve una experiencia que realmente hizo que fuera más consciente del peligro de pensar en la gente como niños. Esta experiencia se produjo después de un fin de semana en el que trabajé con dos grupos: una banda de pandilleros y los miembros de un departamento de policía. Yo era el mediador entre ambos grupos. Había habido considerable violencia entre ambos y me pidieron que hiciera de mediador. Después de haber pasado tanto tiempo con ellos, enfrentando la violencia que había entre ambos grupos, me encontraba agotado. Mientras iba de camino a casa me dije que nunca más en mi vida quería estar en medio de otro conflicto.

Y, por supuesto, cuando entré a casa por la puerta trasera, mis tres hijos estaban peleando. Les expresé mi dolor en la forma que proponemos en la Comunicación No Violenta. Les dije cómo me sentía, cuáles eran mis necesidades y cuáles eran mis peticiones. Lo hice de la siguiente manera, les grité: “Cuando escucho todo lo que está sucediendo me siento extremadamente tenso! ¡Tengo una imperiosa necesidad de paz y quietud después del fin de semana que he pasado! Y quiero saber si ustedes están dispuestos a darme unos momentos de tranquilidad”.

Mi hijo mayor me miró y me dijo: “¿Te gustaría hablar al respecto?” Y en ese momento lo deshumanicé en mi pensamiento. ¿Por qué? Porque me dije: “Qué simpático. Aquí está un niño de 9 años tratando de ayudar a su papá”. Pero me tomé un momento para mirar más a fondo de qué manera yo estaba menospreciando su oferta a causa de su edad, porque le había puesto la etiqueta de “niño”. Afortunadamente vi lo que estaba sucediendo en mi cabeza. Tal vez lo pude ver más claramente porque el trabajo que había estado haciendo entre la pandilla y la policía me había mostrado el peligro de pensar en los demás en términos de etiquetas en vez hacerlo en términos de su humanidad.

Así que, en vez de verlo como un niño y pensar “qué simpático”, vi a un ser humano que estaba rescatando a otro ser humano que estaba sufriendo y le dije en voz alta: “Sí, me gustaría hablar al respecto”. Y los tres me siguieron a otra habitación y me escucharon mientras abría mi corazón a lo doloroso que fue ver que las personas pueden llegar al punto de desear dañar a los demás sólo porque no han aprendido a ver la humanidad del otro. Después de hablar durante cuarenta y cinco minutos me sentí maravillosamente bien y, si mal no recuerdo, pusimos música y bailamos como locos durante un rato.

Así que no estoy sugiriendo que dejemos de usar palabras tales como “niño” para hacer saber a los demás que nos estamos refiriendo a personas de una cierta edad. Me refiero a las ocasiones en que permitimos que etiquetas tales como esta nos impidan ver a los demás como seres humanos, de una manera que nos lleva a deshumanizar a las otras personas debido a lo que nuestra cultura nos enseña acerca de los “niños”. Permítanme mostrarles un ejemplo de lo que les estoy diciendo, de la manera en que la etiqueta “niño” nos puede llevar a comportarnos de una manera desafortunada.

De la manera en que me enseñaron a concebir lo que significaba ser padre, yo pensaba que la tarea del padre era hacer que el hijo se comportara bien. Lo ven, una vez que uno se define como una autoridad, un padre o un maestro, en la cultura en que fui educado uno cree que su responsabilidad es hacer que las personas a las cuales uno les puso la etiqueta de “niño” o “alumno” se comporten de cierta manera.
Ahora veo que este objetivo sólo conduce al fracaso, porque he aprendido que cada vez que nuestra meta es hacer que la otra persona se comporte de cierta manera, generalmente la gente se resiste, sea lo que sea que uno les esté pidiendo. Esto parece ser verdad, ya sea que la persona tenga dos o noventa y dos años.

Este objetivo de obtener lo que queremos de los demás o de hacer que hagan lo que queremos, amenaza la autonomía de las personas, su derecho a elegir lo que quieren hacer. Y cuando la gente siente que no es libre de elegir lo que quiere hacer, tiende a resistirse, aún cuando ve el propósito de lo que le pedimos y generalmente desearía hacerlo. Nuestra necesidad de proteger nuestra autonomía es tan fuerte que si vemos que alguien está decidido a hacer que hagamos algo, si esa persona actúa como si supiera qué es lo que debiéramos hacer y no nos permite decidir cómo comportarnos, suscita nuestra resistencia.

Estoy eternamente agradecido a mis hijos por haberme educado acerca de las limitaciones resultantes del hecho de tener como objetivo el hacer que los demás hagan lo que uno quiere. Ellos me enseñaron que, en primer lugar, yo no podía obligarlos a que hicieran lo que yo quería. No podía obligarlos a hacer nada. No podía obligarlos a que guardaran un juguete en el lugar que le correspondía. No los podía obligar a tender sus camas. No los podía obligar a comer. Ahora, para mí, como padre, esa fue una lección humillante: aprender que no tenía poder, porque de alguna manera se me había metido en la cabeza que mi trabajo como padre era hacer que mis hijos se portaran bien. Y aquí estaban estos niños pequeños enseñándome esta humillante lección: que no los podía obligar a hacer nada. Todo lo que podía hacer era hacerlos desear que me hubieran obedecido.

Y cuando era lo suficientemente tonto como para lograrlo, para hacerlos desear que me hubieran obedecido, ellos me enseñaron una segunda lección acerca de la tarea de ser padre y del poder, una lección que a través de los años me ha sido muy valiosa. Y esa lección fue que, cada vez que los hice desear que me hubieran obedecido, ellos me hacían desear que nunca los hubiera hecho desear que me hubieran obedecido. La violencia engendra más violencia.

Me enseñaron que todo uso de fuerza coercitiva de mi parte invariablemente crearía resistencia de su parte, lo que nos llevaría a tener una conexión caracterizada por la animadversión. Yo no quiero tener ese tipo de conexión con ningún ser humano, particularmente no con mis hijos, no con los seres humanos más cercanos a mí mismo y de los cuales soy responsable. Así que mis hijos son las últimas personas con las que quiero meterme en esos jueguitos coercitivos en los cuales el castigo desempeña un papel importante.

Este concepto de castigar es fervorosamente recomendado por la mayoría de los padres. Los estudios indican que alrededor del 80 % de los padres estadounidenses creen firmemente en el castigo corporal de los hijos. Este es más ó menos el mismo porcentaje de la población que cree en la pena muerte para los criminales. Así que, como hay un porcentaje tan alto de la población que cree que el castigo es algo justificado y necesario en la educación de los niños, a través de los años he tenido amplia oportunidad de discutir este tema con padres de familia y me alegra ver cómo a las personas se les puede ayudar a ver las limitaciones de cualquier tipo de castigo si tan sólo se hacen dos preguntas a sí mismas.

Pregunta número uno: ¿Qué es lo que quiero que mi hijo haga de manera diferente? Si nos hacemos solamente esta pregunta, ciertamente puede parecer que el castigo a veces da resultado porque, ciertamente, usando la amenaza del castigo o impartiéndolo, algunas veces podemos influir a un niño para que haga lo que queremos.
Sin embargo, cuando añadimos una segunda pregunta, de acuerdo a mi experiencia los padres ven que los castigos nunca dan resultado. La segunda pregunta es: ¿Cuáles queremos que sean las razones del niño para actuar tal como queremos que lo haga? Es esta pregunta la que nos ayuda a ver que los castigos no sólo no dan resultado, sino que además impiden que nuestros hijos hagan las cosas por las razones que quisiéramos.

Ya que frecuentemente se usa el castigo y se justifica su uso, los padres sólo se pueden imaginar que lo opuesto de castigar es una cierta clase de permisividad en la que no hacemos nada cuando se comportan de maneras que no están en armonía con nuestros valores. Por lo tanto, los padres sólo pueden pensar: “Si no castigo, entonces dejo de lado mis valores y permito que el niño haga lo que quiera”. Tal como les comentaré más adelante, existen otros métodos fuera de la permisividad (o sea dejar que las personas hagan lo que quieran) o de las tácticas coercitivas tales como el castigo. Y, mientras estoy hablando de esto, quiero comentarles que premiar es tan contraproducente como castigar. En ambos casos estamos usando el poder sobre las personas, controlando el medio ambiente de una manera que trata de forzar a las personas a comportarse como queremos que lo hagan. En este sentido premiar y castigar provienen de la misma manera de pensar.

Existe otro método fuera de no hacer nada o de utilizar tácticas coercitivas. Requiere tener conciencia de la sutil pero importante diferencia entre tener como objetivo el lograr que las personas hagan lo que queremos (lo cual no preconizo) y tener en claro que nuestro objetivo es crear el tipo de conexión necesaria para que las necesidades de todos sean satisfechas.

Ya sea que nos estemos comunicando con niños o con adultos, ha sido mi experiencia que, cuando vemos la diferencia entre estos dos objetivos y no estamos tratando de lograr que una persona haga lo que queremos sino que estamos tratando de crear una conexión caracterizada por la consideración mutua, por el respeto mutuo, una conexión en la cual ambos lados piensan que sus necesidades son importantes y están conscientes de que sus necesidades y el bienestar de la otra persona dependen la una de la otra, es asombroso cómo los conflictos que parecen no tener solución se resuelven fácilmente.

Ahora bien, el tipo de comunicación que está en juego en la creación de la clase de conexión necesaria para que las necesidades de todos sean satisfechas es muy diferente del tipo de comunicación usada si estamos utilizando métodos coercitivos para resolver los desacuerdos con los niños. Requiere que haya un cambio, que dejemos de evaluar a los niños en términos moralistas tales como correcto o incorrecto, bueno o malo y que adoptemos un lenguaje basado en las necesidades. Necesitamos ser capaces de decir a nuestros hijos si lo que están haciendo está en armonía con nuestras necesidades o en conflicto con ellas, pero hacerlo de una manera que no suscite en el niño culpa o vergüenza. Decir: “Cuando te veo golpeando a tu hermano tengo miedo, porque tengo la necesidad que las personas de mi familia estén a salvo” en lugar de decir: “Está muy mal que golpees a tu hermano”. O quizá requiera que cambiemos: “Eres un perezoso por no limpiar tu cuarto” por “Me siento frustrado cuando veo que la cama no está tendida, porque realmente tengo la necesidad de cooperación para mantener la casa en orden”.

Este cambio en la manera de expresarnos, en el cual dejamos de clasificar el comportamiento de los niños en términos de lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo y en vez de ello utilizamos un lenguaje basado en las necesidades, no es fácil para aquellos de nosotros a los que nuestros padres y maestros nos enseñaron a pensar en términos de juicios morales. También requiere la habilidad de estar conscientemente presentes con nuestros hijos y de escucharlos con empatía cuando están alterados. Esto no es fácil cuando, como padres, hemos sido entrenados para precipitarnos a aconsejar o a tratar de solucionar las cosas.

Así que cuando estoy trabajando con padres utilizamos situaciones que suelen surgir cuando un niño dice algo así como: “No le agrado a nadie”. Cuando un niño dice algo por el estilo, creo que necesita una conexión empática. Y con esto quiero decir un entendimiento respetuoso en donde el niño siente que le estamos prestando atención y realmente escuchamos lo que él o ella está sintiendo y necesitando. Algunas veces podemos lograr esto en silencio, demostrándoles con nuestra mirada que los acompañamos en su tristeza y en su necesidad de tener un tipo de conexión diferente con sus amigos. O quizá pueda requerir que le digamos en voz alta algo así como: “Me parece que te sientes triste porque no te estás divirtiendo con tus amigos”.

Pero muchos padres, al definir su papel como algo que los obliga a tratar de hacer felices a sus hijos en todo momento, cuando un niño expresa algo similar se precipitan a decir cosas tales como: “Muy bien, ¿pero te has fijado a ver si has hecho algo que quizás ha estado alejando a tus amigos?” O no están de acuerdo con su hijo y dicen: “No, eso no es cierto. Tú has tenido amigos en el pasado. Estoy seguro de que conseguirás nuevos amigos”. O le dan consejos: “Tal vez les agradarías más a tus amigos si les hablaras de otra manera”.

Pero no se dan cuenta de que, cuando sienten dolor, todos los seres humanos necesitan que los escuchen y les den empatía. Tal vez deseen recibir consejos, pero los quieren después de haber recibido esta conexión empática. Mis propios hijos me han enseñado esto con severidad: “Papá, por favor guárdate tus consejos a menos que te mandemos una petición escrita y firmada por un notario”.

Muchas personas creen que es más humano utilizar los premios que los castigos. Pero yo veo ambas cosas como un uso del poder sobre los demás y la Comunicación No Violenta está basada en el uso del poder junto con los demás. Y en el uso del poder junto con los demás intentamos ejercer una influencia, pero no a través del sufrimiento que les podemos causar si no hacen lo que nosotros queremos, ni tampoco a través de la manera en que los podemos premiar si lo hacen. Es un poder basado en la confianza y el respeto mutuos, lo que hace que las personas se abran y estén dispuestas a escuchar y aprender y a dar de buena voluntad, motivadas por el deseo de contribuir al bienestar mutuo, en vez de hacerlo impulsadas por el miedo al castigo o por la esperanza de ser premiadas.

Obtenemos este tipo de poder, el poder ejercido junto con las personas, cuando comunicamos con franqueza nuestros sentimientos y necesidades sin criticar al otro individuo de ninguna manera. Esto lo hacemos a través de ofrecer a los demás lo que nos gustaría que ellos hicieran de una manera tal que no suene como una exigencia o una amenaza. Y, como ya he dicho antes, también requiere que realmente esuchemos lo que los demás están tratando de comunicarnos, demostrando que realmente lo comprendemos en vez de precipitarnos a dar consejos o a tratar de solucionar las cosas.
A muchos padres esta forma de comunicación de la que hablo les parece tan diferente que dicen: “Comunicarme de esa forma no me parece natural”. Cuando lo escuché, yo acababa de leer algo que Gandhi escribió que decía: “No mezcles aquello que es habitual con aquello que es natural”. Gandhi dijo que a menudo se nos ha enseñado a comunicarnos y a actuar de maneras que no son naturales pero que son habituales, en el sentido de que, por diversas razones, en nuestra cultura se nos ha enseñado a hacerlo de esa manera. Esto me pareció muy cierto en lo que respecta a la forma en que se me enseñó a comunicarme con los niños. La forma en me enseñaron a comunicarme, juzgando las cosas como buenas o malas, correctas o incorrectas y el utilizando el castigo, era algo ampliamente usado y se me hizo habitual como padre. Pero yo no diría que algo es natural porque es habitual.

Aprendí que a las personas les resulta mucho más natural conectarse de una manera cariñosa, respetuosa y hacer las cosas motivadas por la alegría que sienten por el otro, en lugar de usar los castigos y los premios o el juicio y la culpa como métodos de coerción. Pero esta transformación requiere una gran cantidad de conciencia y esfuerzo.
Recuerdo una circunstancia que se produjo mientras yo estaba transformándome de una persona que se comunica con sus hijos a base de juicios en una persona que lo hace de la manera que ahora preconizo. Ese día mi hijo mayor y yo teníamos un conflicto y me estaba llevando mucho tiempo comunicarme de la manera que yo había escogido en lugar de hacerlo en la forma habitual. Casi todo lo que me venía a la mente eran comentarios coercitivos formulados como juicios de lo que él había dicho. Así que tuve que detenerme, respirar profundamente y pensar cómo podía ponerme más en contacto con mis propias necesidades y conectarme con las de él. Esto me estaba llevando mucho tiempo. El se estaba empezando a exasperar porque un amigo estaba esperándolo afuera y me dijo: “Papi, hablar te está llevando mucho tiempo”. Yo entonces le contesté: “Te voy a decir lo que puedo decir en corto tiempo: o lo haces a mi manera o te pateo el trasero”. El me respondió: “Tómate tu tiempo, papi. Tómate tu tiempo”.

Entonces, sí, prefiero tomar mi tiempo y comunicarme con mis hijos de la manera en que yo escojo hacerlo en lugar de responder habitualmente, tal como me han enseñado, cuando esa manera en realidad no está en armonía con mis propios principios. Desafortunadamente, a menudo vamos a recibir mucho más apoyo de aquellos que nos rodean cuando castigamos y juzgamos en vez de comportarnos de manera respetuosa con nuestros hijos.

Recuerdo una cena del día de Acción de Gracias en la yo estaba haciendo lo más que podía para comunicarme con mi hijo menor de la manera que recomiendo. No era fácil, porque me estaba poniendo a prueba la paciencia. Pero yo me estaba tomando mi tiempo, respirando profundamente, tratando de entender cuáles eran sus necesidades, tratando de entender las mías para poder expresarlas de manera respetuosa. Otro miembro de la familia, a quien se le había enseñado a comunicarse de una forma diferente, estaba observando la conversación entre mi hijo y yo y en un momento dado se me acercó y me susurró: “Si fuera mi hijo, yo haría que se arrepintiese de lo que está diciendo”.
He hablado con muchos padres que han tenido experiencias similares, los cuales, cuando han tratado de relacionarse con sus hijos de maneras más compasivas, en vez de obtener apoyo, a menudo han sido criticados. Muchas veces las personas entienden de manera incorrecta lo que estoy diciendo y lo interpretan como permisividad o como no dar a los hijos la guía que necesitan, en lugar de entender que es un tipo de guía diferente. Es una guía que proviene de una confianza mutua, no de una persona que está imponiendo su autoridad sobre la otra.

Uno de los resultados más desafortunados de tener como objetivo el lograr que nuestros hijos hagan lo que queremos en lugar de buscar que todos obtengamos lo que deseamos es que, con el tiempo, nuestros hijos oirán una exigencia cada vez que les solicitemos algo. Y, siempre que las personas oyen algo que les parece una exigencia, es difícil que presten atención al valor de lo que se les está solicitando porque, como dije antes, pone en peligro su autonomía y esa es una gran necesidad que todos tenemos. Las personas desean tener la libertad de hacer algo porque ellas lo deciden, no porque se las está obligando a hacerlo. En cuanto alguien escucha una demanda, se hace muy difícil llegar a una resolución que hará que las necesidades de todos sean satisfechas.

Por ejemplo, a mis hijos les asignamos diferentes tareas en el hogar. A mi hijo menor, Brett, quien entonces tenía doce años, se le pidio que sacara la basura dos veces por semana para que se la pudieran llevar los servicios de recolección de basura. Esto consistía sencillamente en sacar la basura que estaba debajo del fregadero de la cocina y ponerla en frente de la casa donde podía ser recogida. Todo este proceso se podía llevar a cabo en cinco minutos. Pero esto creó una batalla dos veces por semana, cada vez que era necesario sacar la basura.

Ahora bien, ¿cómo empezaba esta batalla? Generalmente empezaba con el simple hecho de mencionar su nombre. Yo decía: “Brett”. Pero por supuesto, de la manera en que yo lo decía él podía notar que ya estaba enojado porque yo había formado el juicio de que él no estaba haciendo lo que debería hacer. Y, aun cuando yo lo estaba llamando con un tono de voz lo suficientemente elevado como para que lo oyeran a dos cuadras de distancia, ¿qué es lo que él hacía para echar leña al fuego? Fingía no escucharme, aun cuando yo estaba en el cuarto de al lado. Entonces, ¿qué hacía yo? Por supuesto, me enojaba aún más y lo llamaba gritando más que la primera vez, para que no pudiera fingir que no escuchaba. ¿Y qué hacía él? Me contestaba: “¿Qué quieres?” Yo le decía: “La basura no está afuera”. A lo cual el me decía: “Eres muy perceptivo”. “Sácala afuera”, le decía yo. Y él me contestaba: “Más tarde”. Y yo exclamaba: “Eso dijiste la última vez y no lo hiciste”. Y él me contestaba: “Eso no significa que esta vez no lo haré”.

Observen toda la energía invertida en el simple hecho de sacar la basura, toda la tensión que causaba entre nosotros y todo porque en esa época yo creía que su responsabilidad era sacarla, que tenía que hacerlo, que era necesario que aprendiera a ser responsable. En otras palabras, se lo planteaba como una exigencia.
Si las personas piensan que serán castigadas o culpadas de algo por no hacer lo que se les pide, percibirán las peticiones como exigencias. Esta percepción elimina el placer que podrían sentir al hacer las cosas.

Una noche, cuando yo estaba empezando a entender las cosas, tuve una plática con Brett acerca de esto. Estaba empezando a ver de qué manera mi idea de que yo sabía qué es lo que era correcto, de que mi deber como padre era hacer que mis hijos se comportaran bien, era destructiva. Así que una noche platicamos acerca de la razón por la cual no sacaba la basura. Para ese entonces yo estaba empezando a aprender a escuchar mejor, a escuchar los sentimientos y necesidades que se encontraban por detrás del hecho de no hacer lo que le pedía. Y vi claramente que él tenía la necesidad de hacer las cosas porque él así lo decidía, no de hacerlas simplemente porque se lo estaba forzando a hacerlas.

Cuando vi esto le dije: “Brett, ¿cómo salimos de esta situación? Ahora sé que en el pasado he estado en realidad planteando exigencias, en el sentido de que cuando no hacías lo que te pedía, te juzgaba como a un miembro de la familia que no estaba cooperando. Así que, ¿cómo nos salimos de esta novela que los dos hemos creado y cómo podemos llegar a un punto en donde podemos hacer cosas el uno para el otro basados en un tipo de energía diferente? Y a él se le ocurrió una idea muy útil. Me dijo: “Papi, ¿qué te parece si, cuando no estoy seguro de si algo es una petición o una exigencia, te lo pregunto?” Y le dije: “¡Oye, me gusta esa idea! Eso me obligaría a detenerme, observar mis pensamientos y ver si realmente estoy diciendo ‘me gustaría que hicieras algo porque eso satisfacería mi necesidad, pero si está en conflicto con las tuyas me gustaría que me lo dijeras, entonces encontraremos la forma de lograr que las necesidades de todos sean satisfechas’”.

Me gustó su sugerencia de detenerme y realmente ver qué tipo de suposiciones yo estaba haciendo. Al día siguiente, antes de que él partiera hacia la escuela, tuvimos tres oportunidades de poner esto a prueba porque esa mañana tres veces le pedí que hiciera algo y cada vez me miró y me dijo: “¿Papá, es esa una petición o una exigencia?” Y, cada vez que yo observaba lo que estaba sucediendo en mi interior, veía que todavía era una exigencia. Aún tenía en la cabeza la idea de que él debería hacer lo que yo quería, de que esa era la única cosa razonable que él podía hacer. Y, si él no lo hacía, yo estaba preparado para volverme cada vez más coercitivo. Así que me resultaba útil que él me hiciera prestar atención a esto. Cada vez me detenía, me ponía en contacto con mis necesidades, trataba de oír las suyas y le decía: “Está bien, gracias. Esto me ayuda, era una exigencia y ahora es una petición.” y él podía sentir el cambio en mí. Y cada una de esas tres veces hizo lo que le pedía sin cuestionarlo.

Este es un extracto de  Raising Children Compassionately, por Marshall Rosenberg, Ph.D. y el libro puede ser solicitado en www.cnvc.org al igual que su reconocido libro Comunicación No Violenta en español

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