Crecí en una cultura intensamente
católica. Fui alumno de escuela Marista desde primaria hasta la preparatoria.
Quiero aclarar que siempre tuve una sensación de duda ante las explicaciones
que me daban sobre lo milagroso de Dios (aunque hasta los 9 años creí
plenamente en lo milagroso de Santa Claus) pero no tuve ningún problema en considerar a
Dios como alguien que me castigaría por no ser como debo.
Preocuparme por no ofender a Dios formaba de manera muy importante parte
de mi guía ética en la vida y mi incapacidad para estar a la altura de las
reglas de la religión era (y aun es, cuando estoy cansado) motivo de culpa y
sufrimiento.
Recuerdo especialmente la certeza de que aquellos que se divorciaban se
iban al infierno. Tenía como 10 años cuando unos señores que yo admiraba mucho
se estaba divorciando, no lo hicieron, pero recuerdo el dolor que me ocasionaba
que se fueran al infierno, pero también había una duda que se sembraba en mí:
¿Por qué algunos no les parece importar el castigo eterno?
Cuando yo tenía 11 años, mis padres se divorciaron y para mí se volvió
obvio que no creían lo que me decían que yo debía creer. Ellos me metieron a la
escuela, al catecismo, a hacer la primera comunión ¿En qué consistía esa
incongruencia? ¿No había ese Dios? ¿No creían en Él? ¿Preferían el castigo
eterno a estar juntos? ¿Me exigían creer en algo que no creían? Ese divorcio me
hizo tener que sostener a Dios vivo con alfileres, se me estaba muriendo en la
mente pero mis emociones seguían respondiendo con intensidad a mi culpa por ser
un pecador.
Un pecador por no poder resistir deseos sexuales, por no poder estar
feliz en la vida, por estar sacando malas calificaciones, por no divertirme en
la escuela y en las fiestas, por no tener ganas de entrenar equitación, por
tener sobre peso, por disfrutar de la tele y las malteadas. Bueno y no sólo
disfrutaba la tele y las malteadas, pero todo lo que podía ser disfrutable era
motivo de más culpa porque ¿Con que derecho disfrutar si no he sido un buen ser
humano?
Pasé unos 5 años de infierno entre los 11 y 16 años, llamaré a este
periodo mi primer infierno. Angustia constante, duda constante, miedo constante
culpa constante, infelicidad constante…
Los amigos y el enamoramiento me sacaron del infierno. Convivir con mis
compañeros le dieron a mi experiencia de vivir un tono más relajado, aunque
recuerdo bien la culpa por llegar tarde por querer beber, por estar tarde en la
calle, por no estar haciendo nada de provecho, etc.
El segundo Infierno empieza cuando me meto a hacer un negocio de venta
directa. La premisa es: Si fracasas es tu culpa porque el éxito depende de ti.
Pero no paraba ahí, fracasar es ser mal agradecido con Dios, con tus padres, es
una enorme irresponsabilidad porque es no hacerse cargo de la seguridad, de la
salud, de la oportunidad de vivir.
El sistema de negocios se basaba en una intensa colonización de la mente
con ideas de deber ser exitoso. Los oradores del sistema usaban cuentos y
metáforas para cerrar ventas o motivar y una de ellas era: Imagínate que llegas
al cielo y Dios te pregunta: ¿Conociste las playas del mundo? ¿No? ¿Condujiste
los Ferraris? ¿No? ¿Viajaste en primera clase? ¿Fuste al Super Bowl? ¿No?
¿Entonces para que puse tantas cosas maravillosas en el mundo si no las ibas a
usar?
A mí me daba miedo vender… ¿Qué decía eso de mí? ¿Qué estaba mal por no
gozar el mundo que Dios me dio? Decepcionar a Dios era algo terrible, gozar la
vida era un deber, no un derecho y como decía Rollo May, un valor sólo vale si
es hijo de la libertad. Yo no podía ser libre.
El segundo infierno duró muchos años y salir completamente de él es una
tarea en curso y nada me ha ayudado más que experimentar la muerte de Dios en
mi corazón.
Hace 6 años tuve un incidente vascular que me puso grave, hubo momentos
en los que estaba seguro que moriría y que esa muerte era evidencia del absurdo
de la existencia. ¿Para qué tanto trabajo?, ¿para qué tanta terapia?, ¿para qué
estudiar y trabajar?, ¿para qué hablar con las personas y hacerles creer en la
esperanza?, si yo estaba descubriendo que nada tiene un significado.
La paz se instaló en corazón cuando encontré la posibilidad de creer que
no hay ese Dios justo. No hay justicia en un plano trascendente y por lo tanto no
habrá recompensa por ser bueno, ni castigo por ser malo. Dios empezó a morir y
hace tres años estiró la pata por completo cuando trabajando un ejercicio de
psicoterapia corporal en que estaba haciendo un berrinche por no tener lo bueno
que merezco escuche una voz clara en mi mente que dijo: “Soy Dios y no existo”.
Ese momento mató al Dios que había conocido, al Dios padre, y me quedé huérfano
y libre.
Desde entonces siento una conexión espiritual con los humanos y un
profundo respeto por la religiosidad de otros, como si ser libre del Dios que
me obliga a creer me fuera fácil admirar y respetar las ideas religiosas de
otros, de todos y las de fundamente judeo-cristiano se han revelado ante mí
como guías existenciales. Amar y respetar, desapegarme del “amor” por los
objetos o falsas divinidades, reconocer con gratitud la existencia que nadie me
debe ni me merezco sino que simplemente tengo ahora, reconocer los esfuerzos y
sentimientos de mis compañeros de los viajes por la vida se ha hecho una ética
amorosa que abrazo por darme gusto no por temor al infierno.
Agradezco la muerte de ese Dios de justicia que me obligaba a una ética
forzada, rígida, basada en piedra muerta, que me exigía perdonar el abuso sin
legitimar el costo que tenían sobre mi calidad de vida y la de los demás y hoy,
abrazo con gusto el renacimiento del Dios del amor y respeto en mi corazón.
Carlos Ávila Pizzuto
Facebook.com/CentroRe
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