Erase
una vez un árbol recién nacido, vivía junto a un camino donde pasaban algunos humanos,
y en una ocasión escuchó a un humano decir a otro más joven: “Mira hijo en este
mundo debes ser tan grande como sea posible, debes mostrarte fuerte, pese a
todo y darle al mal tiempo buena cara, ya verás cómo el mundo te hace los
mandados”. El arbolito al escuchar esto
pensó que era un árbol afortunado, ya que había podido escuchar el consejo de
un padre, lo cual no es muy común en el reino vegetal. Así que a partir de ese
momento se esforzó por cumplir con lo que había escuchado.
Cuando había buen clima y abundante agua,
no había problema para estirarse y crecer lo más grande posible, jalaba sus
ramas hacia arriba y ensanchaba su tronco para mostrarse fuerte. Pero cuando
había poca agua el problema se hacía más grande, así que aprendió una técnica a
través de la cual, usaba el agua almacenada en su centro para llevarla a las
hojas y que pese al mal tiempo diera una cara verde y reluciente. Los demás
árboles se ponían amarillos y perdían sus hojas pero nuestro árbol se mantenía
verde, incluso daba frutos en invierno, cosa que los demás árboles no hacían.
Este árbol era el más alto y productivo de
su generación y se sentía orgulloso y a la vez insatisfecho, ya que veía que
había otros árboles más grandes y no podía alcanzarlos. Por otro lado, sentía
dolor en el centro de su tronco y en sus raíces ya que estaban agrietándose por
la falta de circulación de sabia. Cuando por fin vuelven las lluvias, el árbol
descubre que sus raíces tienen muchas dificultad para absorber nutrientes, de
hecho algunas de sus raíces se habían partido y muerto. La sabia ya no podía
circular por el centro del tronco que estaba seco y solamente podía circular
por la superficie, lo que hacía que se viera igual de verde que siempre, aunque
le era muy difícil crecer, ya que tenía que arrastrar con el peso muerto de sus
entrañas secas, pronto los demás árboles de su generación lo habían alcanzado
en altura y belleza.
Nuestro árbol dada muchas frutas, pero los
niños preferían las frutas de los otros árboles ya que las de éste árbol eran,
aunque grandes y vistosas, resecas y pastosas.
Aquel verano, se presentó una gran
tormenta, los vientos eran fuertes y las lluvias intensas, el agua hacia que el
suelo se hiciera blando y el viento sacudía las copas de los árboles. El joven
arbolito trataba de no sentir miedo mientras se repetía: “¡El mundo me hace los
mandados! Una y otra vez, hasta que sus rotas raíces fueron incapaces de
sostener el peso de tanta fruta y madera seca en el interior del tronco,
desprendiéndose del lodo. El árbol cayó impulsado por el viento y al golpear el
suelo, lo que parecía tan fuerte y sólido se partió en pedazos.
En aquella
tormenta sólo cayó un árbol, mismo que fue recogido y usado como leña
por un padre y se hijo que cada año pasan por ahí para hablar de hombre a
hombre...
Desgraciadamente algunos árboles empezaron
a contar esta historia y empezaron a tener miedo de crecer, algunos aprendieron
a no llevar su sabia a las ramas o a la corteza, para almacenarla en el centro
para épocas de crisis. Algunos de estos, se empezaron a pudrir desde adentro,
emanando un muy mal olor. Otros fueron arrancados y cambiados por otros que si
dieran fruto ya que esos árboles no daban futro y casi no tenían hojas.
Los árboles más viejos y sabios veían
aquello con tristeza y en silencio ya que habían aprendido que la única
sabiduría que necesita un árbol vive en su naturaleza y no necesita el consejo
de nadie para ser tan bello, tan alto, tan fuerte, tan productivo, como fue
llamado a ser.
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